“¿Qué es ver la luz, y celebrarla de lejos, si se la huye de cerca? ¿Qué es pensar sin obrar, decir sin hacer, desear sin querer? ¿Qué es aborrecer al tirano, y vivir a su sombra y a su mesa? ¿Qué es predicar, en voz alta o baja, la revolución, y no componer el país desgobernado para la revolución que se predica? ¿Qué es gloria verdadera y útil, sino abnegarse, y con la obra silente y contínua tener la hoguera henchida de leños, para la hora de la combustión, y el cauce abierto, para cuando la llama se desborde, y el cielo vasto y alto, para que quepa bien la claridad?” [1]
Para los que ardemos en ansias de ver a Cuba hecha Patria y República nuevamente, tres cosas debieran ser esenciales: una, que el único medio seguro de realizar ansias y sueños es llevarlos a la acción; dos, que la acción en los tímidos debe lograrse con arduo trabajo de gestación natural y laboriosa que resulte en educación y conciencia que les sacuda el temor, la ignorancia o la apatía; y tres, que los cambios solo valdrán el sacrificio si desde la génesis traen ya los gérmenes de preparación, que en la hora de la arremetida, no sólo señalen el daño y las ansias generosas de ponerle remedio, sino que enseñen remedio blando al daño, porque hasta “el derecho mismo, ejercitado por gentes incultas, se parece al crimen”, y porque hay que estar prevenidos, desde esta hora de gestación, nuevamente contra la “soberbia y rabia disimulada de los ambiciosos, que para ir levantándose en el mundo empiezan por fingirse, para tener hombros en que alzarse, frenéticos defensores de los desamparados.”
Esa, y no menos, fue la obra sagrada que realizó el Apóstol para la Revolución, que debió ser la única revolución y la definitiva: fundar la República: tener Patria. Pero esa fue también, y aún no es conocida por todos, la contribución tremenda que hizo a la verdadera causa cubana, uno de nuestros padres fundadores: José de Luz y Caballero. Martí escribió sobre su muerte: “Por dos hombres temblé y lloré al saber de su muerte, sin conocerlos, sin conocer un ápice de su vida: por Don José de la Luz y por Lincoln.”
Todo cuanto pudiera decirse sobre Luz, por una cuestión de espacio no podríamos decirlo aquí, pero algunas verdades esenciales y útiles para la hora presente y futura quizás sean las más necesarias.
Conocido como el silencioso fundador, mucho debemos aprender de él, sobre todo su trabajo educativo al frente del mejor centro educativo que hasta hoy tengamos noticia en toda la historia de Cuba: el colegio El Salvador.
¿Cuántos de sus discípulos y alumnos se incorporaron al campo insurrecto? Baste mencionar unos pocos: Manuel Sanguily, Luis Ayestarán, Honorato del Castillo, Antonio Zambrana…, Ignacio Agramonte.
Cuenta Martín León que “cuando Céspedes lanzó el grito de Yara, hasta los muchachos de 14 años que no podíamos con el rifle nos fuimos a la manigua. Estaban caldeados nuestros corazones por la palabra de Don Pepe “.[2]
Luz quiso inculcar, más que ninguna otra sabiduría, la conciencia de lo justo y de lo injusto, y la verdadera dimensión de la libertad, y para ello defendía el paradigma: todas las escuelas y ninguna escuela, he ahí la escuela; todos los métodos y ningún método, he ahí el método; todos los sistemas y ningún sistema, he ahí el sistema decía, evidenciando un método abandonado en Cuba: el electivismo.
Los cubanos de buena voluntad debemos llevar estampada en nuestra frente, como con hierro candente, aquel anhelo de Luz, cuando en una noche memorable, caldeada por una indescriptible emoción y muy quebrantada ya su salud, alzando los brazos trémulos a lo alto exclamó: “Antes quisiera yo ver desplomadas, no digo yo las instituciones de los hombres, sino las estrellas todas del firmamento, que ver caer del pecho humano, el sentimiento de justicia, ese sol del mundo moral”.[3]
[1] José de la Luz y Caballero. José Martí.
[2] Cintio Vitier. Ese Sol del Mundo Moral
[3] Idem
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