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Foto del escritorMaykel Aledo

El héroe como paria.



Conocí a Gustavo Arcos, cuando era embajador de Cuba en Bélgica, a donde llegué como agregado cultural en octubre de 1962. Residía entonces en Bruselas, en la Avenue Brugmann, cerca de la vieja sede de la embajada en Avenue Molière. Allí, en el edificio de la Avenue Brugmann donde yo también viviría, tenía su residencia de embajador: un modesto estudio de una sola habitación, baño y cocinilla. Gustavo, un hombre religioso y callado, era la imagen viva del revolucionario en el exilio que había sido. Esas virtudes las ponía entonces enteramente al servicio de la Revolución, pero parecía que fuera un enviado de Loyola más que de Castro. Sin embargo no había nada jesuítico en Arcos ni comunista tampoco. Gustavo era un hombre franco, incapaz de intrigas porque no las necesitaba o tal vez porque no sabía cómo. Gustavo Arcos era un genuino héroe de la Revolución. Esas virtudes fueron la causa de su eclipse y caída final.


Había visto a Gustavo Arcos en La Habana antes, cuando lo visité en el antiguo Hospital Ortopédico. Fui con Carlos Franqui, que ya había empezado a militar en el Movimiento 26 de Julio, que era, por supuesto, clandestino entonces. Gustavo convalecía en el hospital y la visita tuvo un carácter fugaz, que participaba de la clandestinidad permitida por la policía política de Batista como caridad precaria. A los pocos días, Gustavo, semiinválido, se escapó del hospital.


(Franqui, creo, no fue ajeno a su fuga.) Capturado de nuevo fue enviado esta vez al Presidio Modelo de Isla de Pinos. Ya estaba allí preso Fidel Castro, uno de los líderes del asalto al cuartel Moncada en Santiago de Cuba. Fue en ese ataque donde Gustavo resultó herido de extrema gravedad. Que se salvara de su herida en el combate tanto como de la represalia del ejército batistiano es un quite que pertenece más al azar que a la historia. Fue también un desenlace increíble y, como todo acontecimiento histórico cruento, está teñido de una ironía salvaje y refinada a la vez. Uno de los agentes de ese juego irónico es el general Ramiro Valdés, ahora ministro del Interior de Cuba. Entonces el general Valdés se apodaba Ramirito, no usaba barba y era lo que se llamaba en Cuba un mulato ruso. El adjetivo correcto es por supuesto rufo, pero no hay duda de que el vocabulario popular tiene sus presciencias. Valdés era, es, ruso.


En Bruselas intimé con Gustavo. Entre otras cosas porque debíamos vivir todos en la nueva embajada, una casona de diez dormitorios que estaba, cosa casual, frente a la embajada rusa. El edificio y los terrenos de la misión soviética quedaban, ¿cosa casual?, donde había estado el cuartel general de la Gestapo en Bélgica. Tenía razón Chesterton: hay edificios cuya sola arquitectura es malvada. O atrae a los malvados. A veces, en esa embajada cubana que había sido un hotel burgués, durante las cortas noches de verano, conversábamos Gustavo y yo hasta que amanecía. Gustavo me contó entonces su vida y milagros. Empezando, claro, por donde comenzó su vida política y casi ocurrió su muerte: el asalto al cuartel Moncada y el milagro que salvó su vida. Pero hay que empezar por sus antecedentes.


En marzo de 1952, cuando ese ambicioso y cobarde general Fulgencio Batista, cuyos grados y hasta su nombre eran falsos (se llamaba en realidad Rubén Zaldívar y, como Fidel Castro, era hijo bastardo), Gustavo sintió lo que sentimos todos los que en Cuba teníamos entonces más de veinte años. Batista había dado un golpe no al presidente Prío sino a las elecciones que debían celebrarse apenas tres meses más tarde. Era no sólo el súbito creador de todas nuestras frustraciones políticas, sino también un traidor a la misma constitución que él había ayudado a entronizar doce años antes. Gustavo decidió hacer algo drástico, aunque no sabía qué.


Era una respuesta a un dolor cívico impreciso y vago pero que había que remediar aunque se hiciera mayor la herida. Éstas son casi las palabras de Gustavo en una de aquellas noches blancas en que me contaba su vida política y yo componía su biografía.


Gustavo Arcos era un estudiante pobre matriculado en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de La Habana en el curso 1951-1952. Apenas tres meses antes de que terminara el año académico, Batista daba su golpe de Estado. «Incruento», lo llamó el dictador y su prensa: incruento fue pero Batista haría derramar más sangre en Cuba que ningún otro dictador cubano, con excepción, por supuesto, de Fidel Castro. El golpe de Estado ocurrió el 10 de marzo de 1952. Desde ese mismo momento Gustavo dedicó todo su tiempo y energías a combatir el régimen ilegal. Se asoció con otros estudiantes como Faustino Pérez, médico que después sería ministro varias veces en el Gobierno de Castro, y con Léster Rodríguez, a través del cual conocería a Raúl Castro, amistad que, con el tiempo, resultó funesta.


Gustavo Arcos participó en varias manifestaciones públicas y asistió ritualmente cada domingo a la Universidad del Aire a hacer de caja de resonancia a las intervenciones radiales más o menos antibatistianas, todas toleradas por el dictador. Finalmente la Universidad del Aire fue asaltada por una turba política enemiga y el programa fue clausurado. Era virtualmente imposible hacer manifestación política pública ante el dictador. Su policía no era eficaz en suprimir la oposición, pero sí podía convertirla en clandestina. Aun las huestes dispersas del presidente depuesto, Carlos Prío, se movían en ese terreno subterráneo que socava el edificio aparentemente sólido de toda dictadura. Así, cuando Léster Rodríguez lo invitó a una manifestación activa en Santiago de Cuba, Gustavo Arcos decidió trasladarse a la provincia de Oriente para una movilización reducida a Santiago, a más de mil kilómetros de la capital. El pretexto para el desplazamiento de este grupo de jóvenes (Gustavo tenía entonces 25 años) era el Carnaval de Santiago, fiesta celebrada al revés de La Habana, en pleno verano. Curiosamente ninguno de los manifestantes sabía bailar.


Fidel Castro junto con Abel Santamaría, Raúl Castro, Ramiro Valdés y otros, había planeado no una manifestación civil sino un ataque al cuartel Moncada, el segundo en importancia de la isla. Pero el asalto no era todavía un asalto. Pocos de los supuestos manifestantes sabían que iban a una operación bélica: acción de guerra de guerrillas urbanas que no se definió nunca como el embrión de una guerrilla rural. Fidel Castro, que había vivido años en Santiago, quería tomar el cuartel, repartir armas a sus partidarios y apoderarse de la ciudad. Otros querían huir armados a los montes que rodean a Santiago, irónicamente parte de la formación montañosa de la Sierra Maestra. Otros, los más, no sabían dónde estaban ni para qué estaban.


Entre ellos figuraba Gustavo Arcos. Cuando Fidel Castro les comunicó a todos los reunidos, la noche anterior al asalto, antes de distribuir los uniformes de soldados batistianos con que se disfrazarían (estaban en tiempo de carnaval) para la operación de guerra, su plan, Gustavo Arcos se horrorizó. Había venido de tan lejos para un acto público que ahora se convertía en un gesto bélico, seguramente fatal para muchos inocentes, entre los que se encontraban no sólo los soldados que vivían en el cuartel, sino los vecinos de Santiago y, nunca en menor medida, los que habían venido, como él, a Santiago bajo falsas promesas. Gustavo se negó a participar en el asalto. Para Fidel Castro esta negativa era una muestra de cobardía. Lo que no sabía Castro es que Gustavo era ya católico practicante con un carácter muy definido y un hombre peligrosamente honesto. Gustavo explicó sus razones. Había venido, dijo, a un acto político no a un hecho de sangre. Esto le costó ser sancionado como cobarde y encerrado con otros nueve renuentes en una de las habitaciones interiores, la puerta asegurada por fuera con un candado. Sin embargo, Gustavo Arcos sería el primero en disparar al comienzo del ataque —y el primero en ser herido.


Encerrado en el cuarto convertido en celda, ya tarde en la noche, Gustavo oyó a su amigo Léster Rodríguez bromeando y chanceando de esa manera cubana que hace parecer que nada debe tomarse en serio nunca. Ni la vida ni la muerte. Luego Raúl Castro y Léster entonaron viejas canciones cubanas. Desde su cuarto, Gustavo los oyó cantar toda la noche. De pronto tomó una decisión, tocó a la puerta y cuando la abrieron pidió ser un asaltante más. Léster y Raúl lo aceptaron con júbilo. Gustavo Arcos iba si no dispuesto a matar por lo menos a morir junto a sus amigos. Sin saberlo acababa de completar la primera parte de «La breve vida feliz de Francis Macomber», ese cuento de Hemingway de un hombre que va a cazar al África y se comporta como un cobarde ante su primer león —para mostrar enseguida que es valiente de veras. Sólo su esposa lo convertía en cobarde y lo destruye al final por su valentía. Para Gustavo Arcos esa esposa sería la Revolución. Entonces, claro, no se escribía con mayúscula.


Gustavo Arcos marchó, como los otros, hacia el ataque y la posible muerte. No iba en el tercer auto, junto a Raúl Castro y Léster Rodríguez, cantando sones de moda, sino en el segundo auto, carro de asalto, al lado de Fidel Castro, que era el chófer y el líder ahora de toda la operación. Castro no llevaba a Arcos a su lado por amor o por sentimiento de grupo. ¿Por qué entonces? Gustavo nunca se lo pudo explicar. En todo caso iba atrapado entre la tensión nerviosa y la velocidad y la noche, que rápidamente se hacía día. Demasiado pronto estarían frente al cuartel, la operación comando casi de kamikaze. Fue entonces que Gustavo notó que Fidel llevaba espejuelos. Ya Fidel Castro detestaba que lo vieran con gafas en público y al entrar en la ciudad se quitó ese signo de debilidad y lo guardó en un bolsillo de su uniforme. Los asaltantes vestían como soldados, pero el uniforme de Fidel Castro era de sargento mayor.


Al llegar al portón del cuartel Moncada, todavía entre dos luces, el chófer del primer auto se detuvo, se bajó y gritó a los dos centinelas: «¡Paso al general!» Los guardias, confundidos, abrieron la portada y se cuadraron. Dos de los asaltantes corrieron hacia ellos y los desarmaron fácilmente. Cuando el primer auto entró al cuartel, Fidel Castro avanzó el suyo. Pero por la escasa luz o porque no llevaba lentes, su auto se montó en la acera y golpeó contra uno de los mojones a la entrada con fuerza y mayor ruido. Acababa de comenzar el fracaso del asalto pero ni Fidel Castro ni los otros asaltantes lo sabían todavía. Castro miró detenidamente por el espejo retrovisor, ignorando que su auto estaba inmovilizado. Ahora se volvió a Arcos y le dijo: «Por ahí viene un soldado solo. Cógelo preso.» Gustavo, sin preguntar más, se bajó del auto y caminó hasta la acera, pero al pisar el contén resbaló y cayó al suelo. Estaban tan cerca los dos hombres que Gustavo vio que el otro llevaba una bolsa de papel con un costado manchado de grasa. Gustavo pensó que el soldado regresaba al cuartel con un pollo frito o un bisté en la bolsa. El soldado (de cerca resultó ser un teniente) miró a Gustavo de uniforme pero tumbado por tierra. De alguna manera supo que era un impostor y sacó su pistola. Gustavo, todavía tendido por tierra, extrajo su arma y disparó, matando al teniente de un solo disparo. Era el primer y último hombre que mataría Gustavo Arcos. El estampido temprano alertó a la guarnición. El fracaso del asalto al cuartel Moncada se acababa de completar.


Gustavo Arcos no supo cuándo perdió el conocimiento, sólo que se despertó para saberse herido. Del vientre le brotaba sangre, no demasiada y mansa por lo que no se alarmó. Pero notó con sorpresa que no podía ponerse en pie: ni siquiera podía mover las piernas. Luego oyó que lo llamaban por su nombre. Era Ramiro Valdés que se bajaba de un auto virtualmente acribillado a balazos para ayudar a Gustavo y subirlo de la cuneta al coche. Pero Ramirito no parecía mal herido. Dentro del automóvil había un hombre o dos, irreconocibles, ilesos. El auto rodó calle abajo como por una rampa a pesar de que sus gomas estaban perforadas por varios puntos. Ramirito le dijo ahora a Gustavo que lo sentía pero tendría que dejarlo en la esquina de una calle cualquiera. Luego ayudó a Gustavo hasta la entrada de una quinta cerrada. No era mucha ayuda pero Ramirito Valdés le había salvado la vida a Gustavo Arcos —por ahora. Todos los que quedaron con vida del asalto dentro y fuera del cuartel, fueron fusilados o rematados si estaban heridos. El rescate de Arcos por Valdés sería la tercera ironía de este relato. Habría otras. La historia se complace en el chasco y en la chanza. Pero también sabe ser chabacana.


Ahora Gustavo Arcos estaba impedido de la cintura para abajo. Sin embargo se las arregló para llegar hasta el timbre y llamar. Al rato acudió una mujer que abrió la puerta y no más abrirla y ver a Gustavo lleno de sangre, las piernas inertes, tumbado por tierra, intentó cerrarla. Gustavo tuvo entonces un reflejo salvador y colocó su brazo entre la puerta y la jamba, impidiendo que se cerrara del todo. «Por favor, señora» dijo Gustavo. «Disculpe pero yo no soy la señora, soy la sirvienta», dijo la mujer. «Pero ¿usted cree en Dios?» «Yo soy católica, señor». «Yo también», dijo Gustavo. «Entonces, por el amor de Dios, no me deje aquí fuera, que me van a matar.» Poca gente sabía entonces que había habido un asalto armado al cuartel Moncada, pero en el barrio debieron oír la refriega que duró más de una hora. Todavía se oían disparos distantes.


La mujer abrió la puerta y Gustavo se arrastró hasta el interior. Dentro, Gustavo se encontró con un hombre de pie en la sala. Era el mayordomo. Gustavo se había acogido a sagrado en una casa rica. El mayordomo se ofreció a cambiar a Arcos de ropa. La sirvienta explicó que los señores estaban de vacaciones en Galicia: Julio en Santiago de Cuba es la estación ardiente. La herida de Gustavo había dejado de sangrar y la ropa limpia, de civil, le daba un aspecto más pacificador que el uniforme manchado de sangre y la cara de desesperado y la alarmante mirada fija. (Nunca vi a Gustavo mover los ojos, ni siquiera en las distendidas madrugadas belgas. Esta concentración, cosa curiosa, la compartía con Fidel Castro.)


Gustavo pidió una guía de teléfonos local. Cuando la tuvo se arrastró hasta el teléfono próximo. Acababa de recordar que el médico que ayudó a traerlo al mundo, amigo de la familia, se había mudado hacía poco para Santiago. Gustavo trató de alcanzar el teléfono pero no lo logró. Dudó un momento en pedir ayuda al hombre y a la mujer que tenía cerca, expectantes. Ya bastante complicaciones les había creado con siquiera llamar a la puerta, mucho más al entrar en la casa y pedir refugio. Que le ayudaran a despojarse del uniforme y vestirse era mas que complicidad con el crimen, era el crimen mismo y tal vez podría costarles la vida. Pero el mayordomo se acercó voluntariamente a marcarle el número. El médico no estaba en su casa, se había marchado ya para su clínica. Allí lo encontraron ahora. Gustavo Arcos se identificó. Claro que el médico lo recordaba, le explicó a medias su situación, el médico le dijo que no se moviera, que él vendría a buscarlo en su auto— y así lo hizo.


Fue en la clínica que Gustavo perdió el conocimiento de nuevo. El médico descubrió que la herida del vientre, aparatosa, era sólo la salida del proyectil y no era nada al lado de una herida en la espalda que Gustavo no sabía siquiera que había sufrido. La bala de alto calibre le había interesado la columna vertebral: de ahí la parálisis de las extremidades. El médico decidió operar. Fue una operación difícil y doble: en la espalda y en el vientre.


Cuando Gustavo recobró el conocimiento de nuevo, el médico le informó de su estado: estaba paralítico, tal vez de por vida, no había nada que pudiera hacer por él. Pero había. El Servicio de Inteligencia Militar (SIM), la policía local y el Buró de Investigaciones buscaban ahora a los sobrevivientes del asalto, por todas partes, sobre todo en los hospitales públicos y las clínicas privadas. El médico amigo se encerró con Gustavo en su cuarto. Cuando vinieron a buscarlo (nunca se supo cómo dieron con él) el médico, a través de la puerta cerrada, declaró su voluntad de permanecer junto a su paciente. «Este hombre se está muriendo», dijo. La policía, convencida, dio a Gustavo Arcos por muerto en el combate y así apareció en las primeras listas de bajas.


Más tarde, Gustavo, inválido en una silla de ruedas, asistió a su juicio, en el que fue condenado junto a Fidel y Raúl Castro y los otros sobrevivientes del asalto. Antes de ir a cumplir condena como sus compañeros, Arcos fue ingresado en el Hospital Ortopédico de La Habana, de donde se escapó al comienzo de la narración de esta vida de un héroe.


El Héroe Premiado


En la cárcel, Gustavo Arcos se sintió acosado por un Fidel Castro que no se resignaba al fiasco político del asalto. Su éxito, creía, lo habría llevado al poder presidencial en poco tiempo. No estar ya en el poder, era culpa del fracaso de la operación militar. El culpable directo de esa catástrofe (más bien debió decir, al recordar a los muertos, si los recordaba, hecatombe) era Arcos por haber disparado ese primer tiro que alertó a la guarnición. Castro creía, y juraba por su creencia, que el disparo de Arcos había sido intencional, una señal acordada o, lo que es peor, una cobardía sin nombre. Costó que hombres como Raúl Castro y Léster Rodríguez y aun Ramiro Valdés le advirtieran de su error. A veces, cuando se encontraban en el patio de ejercicio, Castro apostrofaba a Gustavo, que, como de costumbre, no se quedaba callado. En una ocasión, Gustavo le respondió a Castro que el culpable del fracaso del asalto era su vanidad, al no querer usar gafas en público. Castro no le volvió a hablar en la prisión.


Cuando los asaltantes todos fueron indultados por Batista (a enemigo que huye, pero el General llamado también El Hombre, se equivocó, se equivocaba: para Batista no había enemigo suficiente) se reunieron en Ciudad de México a complotar y a conspirar y armar una expedición para invadir a Cuba. Entonces Fidel Castro pareció olvidar su viejo rencor contra Arcos. Un día, sin embargo, Raúl Castro le dijo a Gustavo que habían desenmascarado a un espía entre ellos. Sin decirle quién, invitó a Gustavo a formar parte de la patrulla que era a la vez tribunal militar y pelotón de fusilamiento. El consejo de guerra se celebró en otra parte de Ciudad de México y ahora todos se dirigieron a las afueras, donde tendría lugar la ejecución. Por primera pero no única vez, Raúl Castro dirigía un pelotón de fusilamiento. Los fusileros eran un solo hombre y en vez de rifles se emplearía una única pistola de pequeño calibre. Mientras mataban al presunto culpable, Castro vigilaba pistola en mano desde la espesura. Lo que asombró primero a Arcos y luego lo alarmó es que todo el tiempo que duró la ejecución Fidel Castro insistió en tener cerca a Gustavo. Siempre, como al descuido, su pistola apuntaba a Arcos. Luego todos tuvieron que enterrar al presunto traidor. Tomó más tiempo que matarlo. Gustavo Arcos nunca entendió esta escena. Hasta que recordó que de todos los complotados sólo él protestó por aquel asesinato.


Cuando llegó la hora del embarque hacia Cuba, todos se reunieron en Veracruz. Antes de partir, Arcos fue atacado por un brote virulento de varicela. De haberse producido en altamar Gustavo habría tenido que echarse al agua o ser arrojado por la borda por sus compañeros, por miedo al contagio. En su lugar vino su hermano Luis. Luis fue apresado durante el desembarco y fusilado por el ejército de Batista. Para dolor de Gustavo su único epitafio fue el nombre de un barco de carga. A pesar de que había quedado inválido de la pierna izquierda, Gustavo mostraba una movilidad extrema: viajaba a Centro América y Venezuela, haciendo acopio de armas por todas partes y enviándolas a la Sierra. Cuando triunfó la Revolución regresó a La Habana como el héroe que era —para sufrir un ostracismo total.


Varios meses después del triunfo de la Revolución se encontraba en La Habana sin empleo, sin ser ubicado, sin orientación. Evidentemente Fidel Castro no olvidaba —ni perdonaba.

Pero en setiembre de 1959 fue llamado a Palacio por el presidente Dorticós, el mismo que al ser depuesto por Fidel Castro se suicidaría. Dorticós le preguntó a Arcos si le gustaría ir de embajador a Bélgica. En ese tiempo Bélgica era, vista desde La Habana, la otra cara de la luna. Gustavo dijo que sí enseguida.


En Bruselas Gustavo Arcos era un embajador excepcional entre el cuerpo diplomático de los países comunistas. No era un hombre culto o perspicaz pero era algo mejor: era discreto. Había aprendido pronto las gracias de la diplomacia y manejaba el protocolo y la etiqueta con soltura. Representaba a Cuba con dignidad en Bélgica, Dinamarca y Luxemburgo. Había hecho relaciones con todo el cuerpo diplomático, tenía estrecha amistad con gente prominente en el Partido Socialista belga y se llevaba más o menos bien con los comunistas, viejos estalinistas. Sobre todo no era un intrigante. En La Habana, el ministro de Relaciones Exteriores Raúl Roa, el hombre que quiso ser héroe y nunca pudo, respetaba a Arcos a distancia. Gustavo Arcos estuvo de embajador de Cuba en los Países Bajos desde fines de 1959 hasta mediados de 1964. Podía haber sido embajador por muchos años, pero en su viaje de consulta iba a quedarse en La Habana para siempre. Igual suerte corrió Enrique Rodríguez Loeche, viejo agitador del Directorio Estudiantil Revolucionario (el grupo de guerrilla urbana responsable del fallido asalto al palacio presidencial de Batista en 1957) y embajador en Marruecos por un tiempo. Una vez, circa 1952, Loeche, en plena plaza Cadenas de la Universidad de La Habana, había encañonado a Fidel Castro con su pistola calibre 45. Fue sólo un gesto político y público pero Castro no se lo perdonó nunca y lo que es peor, jamás lo olvidó. Gustavo Arcos era, en 1965, el hombre que el 26 de julio de 1953 había hecho fracasar el asalto al Moncada. O así creía Castro todavía.


Arcos había hecho anteriormente otro viaje de consulta a La Habana en 1962 y regresó en 1963 con dos nuevos colaboradores. Uno era Héctor Carbonell, joven hijo (17 años) de un prominente líder obrero amigo de Arcos. El otro era Juan José Díaz del Real, a quien había que llamar Jota Jota siempre y nunca Díaz. Gustavo lo había conocido en sus días de viajero del Movimiento 26 de Julio en Caracas. Díaz del Real había sido embajador en República Dominicana en 1959. Un día, en la entonces Ciudad Trujillo, se encontró con un conocido batistiano que de lejos levantó una mano para saludarlo. Díaz del Real, sin mediar palabra, sacó su pistola, disparó y mató al cubano cordial. (Para mi asombro y ulterior horror comprobé que los cubanos eran los únicos diplomáticos acreditados en Bélgica que iban a todas partes con una pistola en la cintura.)


Díaz del Real declaró luego que creyó que su amigo era ahora enemigo y su mano una amenaza. Corriendo se refugió en la embajada. Una turba lo persiguió y al verlo cerrar tras sí la puerta de la sede, le pegaron fuego al edificio. Ahora la embajada ardía en llamas y los bomberos no aparecían. Trujillo, por un pique con Castro (desde los días en que una expedición de estudiantes cubanos amenazó su estabilidad) había ordenado que nadie moviera un dedo en favor de los cubanos atrapados en su embajada. Finalmente el decano del cuerpo diplomático, el nuncio, intercedió y su mediación hizo que los bomberos salvaran a los cubanos en el último protocolo. Díaz del Real nunca volvió a ser el mismo o si lo fue, fue de otra manera. Ahora, ese hombre terriblemente enfermo, paranoia pura, venía a ayudar a Gustavo Arcos en su embajada.


Pero, cosa curiosa, su resentimiento verbal, que pronto volcó sobre el «amigo Gustavo», estaba dirigido al principio no hacia Trujillo sino, asombrosamente, hacia Salvador Allende en Chile, al que culpaba de su desgracia diplomática. Sucedió que después del duelo dominicano y recobrado para ser embajador en Santiago ante el presidente Jorge Alessandri, Díaz del Real hacía gala dondequiera de sus relaciones públicas y privadas con Allende, eterno candidato a la oposición. Allende, amistoso, agradecido, hasta le regaló un perro pastor alemán a Díaz del Real, para que «cuidara la Casa de Cuba». De pronto J. J. cometió una gaffe que tuvo gafe. Allende vino en visita anunciada a la embajada de Cuba una noche y Díaz, cubano corito, ¡lo recibió en pijama! No conocía a Salvador Allende evidentemente. El virtuoso visitante no sólo dio media vuelta y abandonó la embajada, sino que escribió una carta personal a Fidel Castro quejándose del ultraje a su pudor. El enviado de Castro, mal mandado, fue ipso facto ordenado de vuelta a La Habana. Esta vez no regresó vencedor con la aureola de fuego dominicano sino que fue enviado al hielo de los olvidados. De esa última desgracia del purgatorio y la purga lo sacó el «amigo Gustavo Arcos». Para su propia desgracia.


Arcos tuvo que viajar a Praga para curar o al menos aliviar su pierna tullida y Díaz del Real se hizo cargo de la embajada como encargado de negocios. Hombre infatigable y de una extraña manía burocrática, Díaz del Real se encerró a trabajar (nunca fue a una recepción) para poner la embajada en orden. Según él, el desorden de archivos, dossiers y documentos que encontró eran suficientes para desconfiar de la habilidad de Arcos como embajador y desacreditarlo. Se olvidaba de que una embajada no sólo es archivos y cartas que van y vienen. A pesar de todo Gustavo Arcos era un excelente embajador. Ahora parecía que Díaz del Real se debatía en su deber. «Yo no puedo serrucharle el piso a Gustavo», decía una y otra vez. «Es mi amigo pero yo soy un revolucionario.» Dice la madre de Hamlet en Hamlet de Ofelia: «Me parece que protesta demasiado.» Hubo un momento en que las protestas de Jota-Jota parecían no encontrar eco sino crear su propia razón de ser. Cada día Díaz del Real efectivamente serruchaba el piso bajo los pies de Arcos. Era, Macbeth, un usurpador renuente.


Cuando Arcos regresó de Praga no le costó mucho trabajo notar la labor de zapa: era visible en cada rincón de la cancillería. Comenzó entonces una lucha sorda que era una batalla por el poder tan audible que el ruido llegó a La Habana. De allá vino uno de los más increíbles mediadores. (A su lado Dag Hammarskjiold era un policía de tránsito). Se llamaba Agustín Aldama. En realidad su nombre era Pablo pero se lo cambió a Agustín porque consideraba Pablo afeminado. Llámese Agustín o Pablo Aldama era de veras impresionante. Era un negro flaco que medía un metro noventa, con largas manos huesudas y tuerto del ojo derecho. Usaba, para ocultar su ojo de vidrio, unas enormes gafas negras que lo hacían un Tomtom Macoute (cubano). Había perdido su ojo en una de las batallas gangsteriles que tuvieron lugar en La Habana en los años cuarenta y cincuenta. Aldama militaba en la UIR, la misma banda a que perteneció Fidel Castro antes del asalto al Moncada. Este mediador desmedido estaba orgulloso de ser uno de los pocos seres humanos que sobrevivió a un disparo de pistola calibre 45 en la cabeza. Lo decía constantemente, lo repetía. Hastiado, un día le pregunté que cómo sabía él que era un ser humano. Lo tomó como chiste. Es bueno, de vez en cuando, tener fama de chistoso.


Aldama era, además, hermano menor del actual jefe del DTI, Dirección Técnica de Investigaciones, en La Habana, que sustituía al antiguo Buró de Investigaciones batistiano. Su hermano era conocido como el Bestia. Ambos habían sido en su exilio de México stuntmen, o especialistas en caer del caballo a galope. Este Aldama decía y repetía con orgullo que había sido sustituto de Robert Mitchum a caballo en The Wonderful Country. Dejó de decirlo cuando yo le recordé que ese oeste había sido prohibido en Cuba porque sus villanos se llamaban los Hermanos Castro.


Sus credenciales, muy misteriosas, lo acreditaban como cuarto secretario y en la embajada no había tercer secretario. Era, teóricamente, un G2 o agente de la Seguridad del Estado y aunque se suponía que venía a hacer labor de espía o contraespía o ambos, nadie en la embajada dudaba que el enemigo a vigilar era cada uno de los miembros del cuerpo diplomático acreditados en Bélgica. Es decir, nosotros. Aldama, el amigo de todos, no tardó en hacer liga con Díaz del Real, mientras lo miraba trabajar en el sótano de la embajada, con sus largas piernas, que terminaban en desmesurados zapatos, descansando encima de su escritorio: parecía una mantis atea. Entonces ocurrió lo que en un ajedrez demente se llamaría gambito doble. Díaz del Real fue enviado de embajador a Finlandia («A mí siempre me ha gustado más el frío») y Gustavo Arcos regresaría a La Habana entre rumores enemigos y amigos: «Gustavo va de embajador a Italia», «Arcos va al muere». No fue ni a una cosa ni otra.


Agustín, llamado Pablo, Aldama fue finalmente mandado a buscar de La Habana también. Me lo comunicó en París el viceministro Arnol Rodríguez. «Dale la noticia sin violencia», me dijo Arnol. «No queremos que se asile en Bélgica.» «No creo», le contesté a Arnol, «que nadie lo quiera en Bélgica». Aldama, el falso Watusi, el seudoagente, el hombre de armas tomar se fue a Cuba largo y tendido. Antes de irse se empeñó en enviar por barco un enorme auto Buick del año ¡1957! que había hecho traer de La Habana consigo. Aldama no era un coleccionista de autos sino todo lo contrario: el Buick se desintegró a ojos vistas. Pero era evidente que sentía apego por esta máquina que era el arma favorita de los gangsters de antaño. El conspicuo agente secreto se llevó los restos mortales de su Buick a Cuba. Pero dejó detrás una memoria tan luenga como su cuenta pendiente en un bar cubano (de la estación de Midi en Bruselas), una pistola desmesurada con la que no quería viajar ahora y una muchacha belga, secretaria suplente de la embajada, que quedó en un embarazo más físico que moral. No duró mucho su estado, gracias a la eficacia de un abortólogo belga. A las pocas semanas llamaba al antiguo Agustín por el nombre de Aldamá, que rima casi con jamás. Aldama se fue escorado a Cuba pero no se hundió. En el mar revuelto totalitario los Aldamas nunca se hunden. Pero Pablo, o Agustín, había sido, por pocos meses es verdad, nuestro James Bond de color. Su eficacia en las labores de inteligencia y de intriga internacional me hicieron, sin embargo, llamarlo Jambón. Su famosa frase, «Óigame, compañerito», que por un tiempo fue intimidante, se hizo risible y con ella reía Arcos. Hizo mal. Hicimos mal.


El Héroe Castigado


La madrugada del 2 de junio de 1965 recibí en Bruselas una llamada de Carlos Franqui desde La Habana diciéndome que mi madre estaba muy grave y al mismo tiempo dándome a entender que su gravedad era fatal. Llamé enseguida al ministro Roa, pidiéndole permiso para regresar a Cuba de inmediato. El permiso siempre habría sido necesario pero ahora era imprescindible. Era yo el encargado de negocios y no había absolutamente nadie más en la embajada, si se exceptuaba Miriam Gómez, mi mujer. Roa oyó mis razones y me dio su permiso personal para regresar a La Habana. Mi madre murió en mi camino a Cuba y viajé del aeropuerto a la funeraria donde se celebraba el velorio. Había gente conocida por todas partes. Franqui, entre otros, había ido a esperarme al aeropuerto. Ahora en la alta escalinata de la funeraria me encontré con Gustavo Arcos. Había conocido a mi madre en Bruselas, a donde fue de breve visita. La había invitado al teatro y a cenar y los dos quedaron encantados. Mi madre encontró a Gustavo tan bien parecido como un piel roja del cine (Gustavo parecía más vasco que indio) y Gustavo se sorprendió de los conocimientos de mi madre (que era una absoluta fanática del cine) y ambos fueron felices en su doble error, por un tiempo.


Ahora, fuera de la funeraria, después del pésame, al acercarse Franqui, conversar y seguir luego hacia el edificio en luto, Gustavo me aseguró que Franqui estaba loco. No supe qué quería decir. «Imagínate que dice que Aldama, ¿te acuerdas de Jambón?, me anda siguiendo en una máquina de alquiler disfrazado de chófer de taxi. ¿Quieres mayor locura?» No dije nada. Todavía estaba golpeado por la súbita muerte de mi madre. «Mira», me dijo Gustavo, «¿tú crees que eso sea un taxi con Aldama adentro?» Miré y ví un auto que podía ser o no ser un taxi. (Entonces los taxis no estaban marcados en Cuba.) Con un chófer negro que podía ser o no ser Aldama. No tenía importancia ahora. Nada tenía importancia. Ni Aldama ni su hermano el Bestia ni su doble misión. Nada.


Dentro, después de un rato, Franqui se me acercó y me llevó a una capilla vacía. Franqui siempre ha sido un campesino cauto. Me juró que él había visto a Aldama rondando la funeraria, detrás de Gustavo evidentemente. No creí que Franqui mintiera ni viera visiones. «Tú sabes», me confió Franqui, «o debes saber ya que la imaginación no es el fuerte de Gustavo. Eso es lo que lo hace un hombre valiente. No puede imaginarse la muerte. Pero tampoco es capaz de creer que mañana saldrá el sol. Nuestro amigo padece de falta de imaginación. Lo que más tarde o más temprano va a traerle problemas. Con Aldama, con su hermano, con Ramirito y hasta con Fidel». Le dije a Franqui que por lo menos Arcos no era paranoico y nunca padeció de delirio de persecución. Franqui se sonrió. «¿Y tú crees que Fidel no lo sabe?», me dijo y regresamos los dos a la capilla ardiente.


Al día siguiente fui al Ministerio a una consulta con el ministro Roa. Roa me dijo, después de pulir sus zapatos en sus pantalones varias veces: «Chico, ¿qué opinas tú de Arcos? ¿Es o no un borracho?» Le dije lo único que podía decirle: la verdad. No, Arcos no era un borracho. Nunca lo había visto bebiendo alcohol. Bebía, sí, de vez en cuando, un poco de vino con las comidas, que es una costumbre europea. «Pero tú has vivido en la embajada», insistió Roa. Nunca lo vi borracho. Ni una vez. Ni siquiera bebido o mareado. «Bueno», dijo Roa, «me han informado mal». Luego pasó a darme una noticia sorprendente. Arcos no regresaría a Bruselas y yo debía de hacerme cargo en firme de la embajada. «Regresas como encargado de negocios en propiedad», me dijo Roa. «Con rango de ministro. Tienes que irte enseguida.» Le dije que estaba listo.


Del Ministerio de Relaciones Exteriores me fui al apartamento de Arcos, que quedaba entre camino del Ministerio y la casa de mi padre, donde vivía yo ahora. No le conté a Arcos de la insistencia de Roa en obtener evidencia de su supuesto alcoholismo. Le dije, sí, que Roa me había ascendido a ministro y me había pedido que regresara a Bélgica, cuanto antes, como encargado de negocios en propiedad. Gustavo recibió la noticia con agrado, pero no creo que con demasiado agrado. Al menos se frotó la pierna izquierda, la tullida, que era en él un hábito y una señal. Arcos me dijo que hubiera querido que yo fuera con él a Roma de agregado cultural. Ya era seguro, me confió, que sería nombrado embajador en Italia. Raúl, Raúl Castro, se lo había confirmado. Se ofreció a ir conmigo al aeropuerto para mi regreso a Bélgica. Ese regreso, por supuesto, nunca tuvo lugar.


Nunca me fui de Cuba ese domingo 13 de junio. Quince minutos exactos antes de coger el avión de Cubana rumbo a Madrid con mis dos hijas, recibí una llamada de Arnol Rodríguez, viejo amigo, viceministro de Relaciones Exteriores. «Oye», me dijo al oído, «¡qué bomba! No te puedes embarcar. Tienes que ver al ministro Roa, que quiere hablar contigo». Pero ya yo había visto a Roa. «Te quiere ver de nuevo», me aseguró. «Pero mi equipaje está ya dentro del avión», argüí. «Que te lo devuelvan, recógelo y regresa a La Habana. Ven mañana al Ministerio.» Cosa curiosa, en el aeropuerto supe que mi equipaje nunca subió al avión.

Al día siguiente fui temprano al Ministerio y no vi a Roa. De hecho nunca volví a verlo. Como un personaje de Kafka me habían convocado al Castillo, a entrevistarme con el castellano, que no me podía ver.


Corrección: vi a Roa dos veces. Una vez iba yo camino de su despacho cuando salió Roa y empezó a caminar hacia mí. Al darse cuenta de que avanzaba hacia él por el estrecho pasillo, abrió la puerta más próxima —y comenzaron a lloverle escobas, un trapeador, baldes. ¡Había tratado de entrar en el cuarto de limpieza! En otra ocasión yo estaba en el antedespacho de Arnol Rodríguez, conversando con sus secretarias y entró Roa. Sentado detrás de la puerta, Roa sólo me vio cuando había cerrado la hoja. Al verme, Roa arrancó hacia la puerta más próxima —y entró en el despacho de embajadores. Las dos secretarias se echaron a reír. ¿Qué pasó? «Es que ahí dentro está Arnol con el embajador suizo», dijo una secretaria. Arnol le había dicho al embajador, de parte del ministro, que el doctor Roa estaba ausente en la provincia de Las Villas y no podía recibirlo.» No vi nunca más a Roa. Supe, en una suerte de recado torcido, que había dicho que después de lo que pasó en el aeropuerto nunca podría enfrentarme. No a un hombre a quien antes había ascendido y enviado al extranjero. Además, había vuelto a Cuba al entierro de su madre. Roa, decía Roa, hasta había enviado a su hijo al velorio con una corona y su pésame.


Nadie supo nunca por qué me bajaron del avión, por qué nunca volví a ver al ministro Roa, por qué se me mantuvo cuatro meses retenido en La Habana. Mi amigo el comandante Alberto Mora y el hombre a quien debo todavía mi salida de Cuba, me dijo un día: «¿Sabes que me encontré con el Gallego Piñeiro en la recepción de la embajada china?» No lo sabía pero sabía quién era el Gallego Piñeiro, hombre de muchos alias. Era conocido en Cuba como Barbarroja, se llamaba Manuel Piñeiro y era viceministro del Interior a cargo de Contrainteligencia. Había vivido años en Nueva York y curiosamente lo conocí allá en 1957 en casa del pintor Julio Zapata, que tenía un flat en el barrio bohemio de Greenwhich Village.


Zapata mantenía una política de puerta abierta para todos los cubanos. Recuerdo que el Gallego Piñeiro se pasaba todo el tiempo tirado en una tumbona con zapatos y todo. Pero sin hablar, como corresponde a un futuro jefe de espías: mis labios están sellados. Alberto Mora me interrumpió: «¡Ése no es maestro de espías ni nada! No es más que uno de los comandantes de Raúl. Nunca tiró un tiro en la Sierra. ¡Pero cómo dispara elogios al Máximo Líder! Su puntería, hermano, no falla.» Alberto usaba a menudo esas imágenes bélicas. Pero ese comandante Piñeiro entonces, hoy general sin ejército, le dijo a Alberto en esa recepción china: «Ese», queriendo decir yo, «sale de Cuba pero por encima de mi cadáver». Alberto, que era un hombre valiente, sólo le dijo: «¡Vamos a ver!» De seguidas me contó: «Tú sabes que ese espía maestro va a todas partes con un vademécum esposado a su brazo.» Un día, después de un consejo de ministros al que vino a informar sobre sabe Dios qué conjura, se fue sin su vademécum. Cuando ya se había ido se encontró su portafolio ¡esposado al brazo de su silla!» Ésta era, sin duda, una anécdota para animarme, pero Alberto añadió: «Ahora a ver a Carlos Rafael, y con su ayuda, que vale más que un ministro, vamos a ver a Dorticós, que vale más que un ministro y un viceministro. Vamos a ver quién pasa sobre el cadáver de quién.» Alberto Mora, un verdadero revolucionario, se suicidaría pocos años después, en revulsión moral.


En mi larga visita a La Habana, que se hizo demasiado larga, ví a Gustavo muchas veces en su casa. Un día me dijo que lo había convocado Ramirito a su despacho del Ministerio del Interior. Me pidió que viniera a verlo luego después de la entrevista. Lo hice. Parecía entusiasmado. «Estuve conversando con Ramirito y saqué en conclusión que Aldama está tinto en sangre, envuelto en llamas y cayendo en picada», también Gustavo solía afectar esta especie de jerga del Ejército Rebelde. ¿Cómo lo sabes?, le pregunté. «Ramirito tiene esta teoría», contó Gustavo. «Dice él que ocurre cuando conversa con alguien.» ¿Cómo conversa? «Bueno, interroga, vaya. Cuando Ramirito interroga a alguien sabe enseguida si es culpable o inocente nada más que por el movimiento de las manos. Aldama va abajo ahora. Ya verás.» Gustavo, le pregunté, ¿y cómo sabes tú que Ramiro Valdés hablaba de Aldama? «Porque era de Aldama que hablamos.» Pero, ¿no sería de ti que hablaba? ¿No serías tú el que estaba a prueba? ¿No serán tus manos las culpables? Gustavo dio un salto: «¡Tú estás como Franqui, que ve fantasmas dondequiera! Ramirito hablaba de Aldama.»


Gustavo estaba más que excitado, agitado por algo más que mis palabras. De pronto me dijo: «¿Tú sabes lo que me dijo Faustino esta mañana?» Faustino era el doctor Faustino Pérez, viejo compañero de Gustavo desde los primeros días de la agitación contra Batista, aun antes del Moncada, al que también había sobrevivido. «Faustino me dijo, cuando le dije que me iba a ver al amigo Ramirito, estas palabras exactas: “Gustavo, ya no hay amigos en Cuba. No quedan. Vas a ver al comandante Ramiro Valdés, ministro del Interior.” Eso me dijo Faustino.» Dejé a Gustavo preocupado. No sé si por lo que me dijo o por lo que le dije o por lo que le dijo Ramiro Valdés, o por lo que le dijo Faustino Pérez, ministro de Obras Hidráulicas. O por todas esas cosas.


Cuando me iba de Cuba para siempre, Gustavo todavía esperaba su retribución romana. ¿O era un milagro? La última vez que lo vi le dije que se fuera del país, con cualquier pretexto. Era visible que su Roma no tendría lugar, que ya no era convocado al ministerio nunca, que ni siquiera Raúl Castro contestaba sus llamadas. Pero finalmente pareció más abatido que resignado, más indeciso que al volverlo a ver en La Habana: un héroe más que cansado, derrotado.


Fue al poco tiempo de estar en Europa, cuando todavía vivía en Madrid, que supe que Gustavo había sido arrestado. Cuentan que estando en la prisión venía Ramiro Valdés, aquel que lo salvó una vez, a verlo en su celda. «Gustavo», le decía, «¿por qué no confiesas?» Discutía entonces en su celda con Gustavo la conveniencia de la confesión como si fuera un cura convencido. «¿Por qué tú no confiesas?», repetía Ramiro Valdés en cada visita. «Porque no tengo nada que confesar, Ramiro», exclamó un día Gustavo. «No importa, Gustavo», insistió Ramiro Valdés. «Confiesa. Si confiesas no te va a pasar nada. No es más que un trámite legal. Si confiesas hasta te sientes bien. Después hacemos un documento de confesión, tú lo firmas y ya está. Sales de la cárcel.» Arcos estaba en una situación imposible: era un reo sin causa. Dentro de poco vendría la condena antes que el veredicto. Sólo lo mantenía firme su testarudez, su tenacidad y su incapacidad para establecer una relación de causa y efecto. También, hay que decirlo, lo sostenía su madre, la enclenque pero formidable doña Rosina Bergnes, que siempre que conseguía visitarlo le decía a su hijo: «Gustavo, tú no confieses. No les digas nada a estos comunistas, ¿oíste? Ni una palabra.» Gustavo nunca confesó el crimen que no había cometido.


Pero confesión o no, Gustavo Arcos fue condenado, sin veredicto, y por supuesto, sin causa. El mundo totalitario es un orbe todo efectos: Marx no necesita causas. Estuvo en la cárcel cinco años, los otros cinco de la condena los pasó en el apartamento de sus padres, en arresto domiciliario, sin recibir visitas ni oír llamadas por teléfono. Finalmente, quedó libre pero convertido en un apestado: el héroe como paria.


Un día pidió permiso para salir, legalmente, de Cuba, que le fue negado. Antes se había divorciado de su esposa Fabiola, belleza ecuatoriana que conoció en México, donde se casaron en 1958. Fabiola dejó Cuba con sus hijos Gustavito y David. En Ecuador, Fabiola supo que tenía cáncer y viajó con sus dos hijos a Miami, buscando cura. Aquí Gustavito, de veintiún años, fue atropellado por el auto de una americana borracha cuando iba en su motocicleta de mandadero. Las heridas fueron tan graves que quedó en estado de coma perpetuo.


Desesperado, Gustavo Arcos trató por todos los medios de irse de Cuba. Con su hermano Sebastián, que había sido segundo jefe de la Marina Revolucionaria, consiguieron un bote y lograron dejar la playa y la costa. En altamar fueron interceptados por un guardacosta cubano. Devuelto a la playa Gustavo supo que había estado vigilado siempre, aun antes de coger el bote. Había sido, simplemente, el juego del gato y el ratón. Los dos hermanos Arco fueron juzgados a principios de 1982 y condenados a 14 años de cárcel Gustavo, Sebastián a 11 años.


Ahora el caso Gustavo Arcos adquiere ribetes melodramáticos. Con Gustavito todavía en coma, Fabiola Arcos fue invitada por Fidel Castro a venir a Cuba, a que su hijo fuera tratado por la ciencia cubana (sic). Fabiola, desesperada, tuvo que aceptar la proposición y fue instalada en una habitación del Hotel Habana Libre, antiguo Habana Hilton, hotel de lujo. Gustavito fue internado en el mejor hospital de Cuba, Hermanos Amejeiras. Allí Fabiola supo que Castro había dado órdenes precisas de curar a Gustavito por todos los medios. Lo que no había conseguido la mercenaria medicina capitalista, lo lograría la altruista medicina socialista. En una ocasión permitieron a Gustavo visitar a Gustavito. Luego David, el otro hermano, vino de Miami a ver a su hermano, a su madre y (la Revolución es siempre generosa) a su padre Gustavo en la cárcel: virtualmente un milagro totalitario. La entrevista ocurrió (no sé si puedo usar este verbo azaroso) en Villa Marista, viejo plantel católico ahora convertido en sede de la Seguridad del Estado. La reunión del padre y el hijo que apenas se conocían tuvo lugar en una celda de los sótanos de Villa Marista. Gustavo llegó acompañado no de un carcelero sino de un investigador de Seguridad, que se identificó ante David. El inquisidor estuvo de pie frente a ellos la hora exacta que duró la entrevista.


David no lo vio siquiera pestañear, mucho menos moverse. Gustavo estaba vestido con ropa barata pero nueva y zapatos nuevos. Le explicó a David que se lo habían prestado para la entrevista. ¿Prestado? Sí, tendría que devolverlos a Seguridad del Estado al final. Conversaron libremente de Gustavito, de la vida de David en Miami, del estado de salud de Fabiola. Finalmente Gustavo le hizo a David una revelación extraordinaria. Fidel Castro había venido a verlo a la cárcel y le dijo que podía quedar libre en ese mismo momento, siempre que le prometiera, le jurara por su Dios, que no intentaría otra vez irse de Cuba. Gustavo no prometió nada. Fidel Castro se fue y Gustavo fue internado en solitario hasta hoy, día de la entrevista con David. Cuando volviera a la cárcel volvería a su solitario. Pero no estaría solo. Gustavo, cada vez más religioso, le habló a David de Dios casi obsesivamente todo el tiempo que duró la visita.


Este relato ha sido compuesto por mis recuerdos de Gustavo, de sus conversaciones belgas, con narraciones de Carlos Franqui, con datos obtenidos aquí y allá, y, finalmente, con una larga conversación por teléfono con David Arcos, su hijo, desde Miami, que pagó el editor Arturo Villar Bergnes, primo de la familia. No sé si la publicación de estas notas le hará mal a Gustavo. Creo de veras que Gustavo no puede estar peor. Aunque en un país totalitario peor es apenas un pero mal escrito. No sé tampoco si le hará bien.


Pero hago público su vía crucis porque mientras fue privado nadie hacía caso: todos oían pero nadie respondía.


Desde la primera prisión de Gustavo Arcos he tratado de ayudarlo. Ahora he renovado esas gestiones. He visto a políticos belgas, del Partido Socialista, y a socialistas españoles influyentes, y a parlamentarios ingleses y a un miembro de la Cámara de los Lores. Hasta escribí y hablé a Amnistía Internacional.


También hablé, hace poco, con Jane Kirkpatrick, embajadora de los Estados Unidos en las Naciones Unidas. Todo ha sido inútil. Más inútil fue hablar con un poderoso editor de revistas americano. Hace poco hubo una conferencia de escritores en Londres bajo el título facético de «Matan a los escritores, ¿no es verdad?». Me invitaron a hablar. Les dije que no, gracias. Les dije que no era verdad el título, que en los países totalitarios como Cuba, lo menos que matan es a escritores. Matan obreros, campesinos, líderes de la clandestinidad, testigos de Jehová, blancos y negros. De todo. Pero lo que menos matan es a escritores. Ésos se callan o se asustan y se compra su silencio con una casa y un auto y varios viajes. O se van del país como exilados. No matan a los escritores. Matan, precisamente, a hombres sin imaginación como Gustavo Arcos. Matan a sus héroes.


Octubre de 1984.


Nota de Utilidad de la Virtud: el título original de este relato nos es desconocido.

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